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jueves, 30 de agosto de 2012

MAS ARTICULOS NO INCLUIDOS EN EL LIBRO DE FERIA DE BELALCÁZAR 2012


BELALCÁZAR EN LA CORTE DEL LOBO

Si venías desde las tierras de Castilla, lo primero que veías era otro castillo, imponente. Tras el largo camino ya sólo quedaba una mula, una carreta vieja llena de herramientas que no valían nada, él, su mujer y una gata romana.
Podría haber sido cualquier otro sitio, pero al llegar al pueblo la mula dijo que no hacía más camino y allí se quedaron. Cuando los vecinos los vieron enfilar hacia la plaza y preguntar por una casa vacía para comprar, casi se echan a reír: Hubiera sido difícil creer que una carreta tan vieja pudiera sostenerse en pie, que el harapiento, enclenque y casi consumido que tiraba de una mula tísica pudiera pretender comprar una casa, e incluso añadir:
“¿Cuál es la mejor calle del pueblo?”.
“Don Alonso”, le dijeron.
Y allí le llevaron, vio una casa, para qué más, y dijo:
“La compro. Salma,” dijo a su mujer “ve a la carreta y tráelo. Les pagaré ¾ de lo que me piden, pero aquí tienen ya el dinero, lo toman o lo dejan. Por cierto, las escrituras a mi nombre: Tomás Moro”.
Desde los tiempos en los que Castilla era Castilla las ovejas churras han corrido entre páramos y pinares, han visto caer reyes, pasar credos, guerras, un sol y otro sol y nada nuevo bajo él, nada cambiaba: Una oveja churra era una oveja churra. Su leche era fresca, aunque quizás algo agria, su carne jugosa y con sabor a hierbas, su lana larga y manejable, muy apropiada para los telares y ropas del frío lugar. Con su lana se harían túnicas que envolverían a princesas, mantas que aliviaran las heladas y oscuras noches del invierno, alfombras de lana castellana que navegarían hasta Flandes y acabarían en algún apartado taller de Venecia, capas y sayos, sayos y más capas, pero también cilicios.
Dicen que el artesano y mercader de cilicios Tomás Moro provenía, hace muchas, muchas generaciones, de un familia de judíos. Esto decían sus rivales de profesión y tratantes con los que lidiaba, pero lo cierto es que Tomás Moro, y presumía de ello, sabía el Nuevo Testamento de memoria.
Su mujer, Salma, que cada año celebraba la Fiesta del Cordero a escondidas, lo único que aparentemente tenía bonito era una frente ancha y noble, casi como la de una Bolena, el resto era escurrido y triste, ni siquiera sus ojos eran bellos.
Pepe, el aprendiz de Tomás Moro le preguntaría a éste, años después, ya cuando la confianza borrara límites a su relación de maestro-aprendiz:
“Maestro, ¿por qué se casó usted con una mujer tan fea?”.
Y el maestro le dijo:
“Querido Pepe, para evitar las distracciones de la carne y el sufrir del amor, y, si volviera a casarme, volvería a hacerlo con otra mujer aún más fea”.
Y Pepe lo miró, en sus ojos se notaba que no tenía ni idea de lo que quería decir el maestro, el mejor que jamás hubo en la fabricación de cilicios.
Hubo un tiempo en el que en Belalcázar estuvo el mejor y más famoso taller de cilicios: Para pierna, como chalequillo, con púas anchas, con púas finas, de Cuaresma, de otras fiestas de guardar y hasta de verano. Quizás nunca hubo, ni habrá, un negocio en Belalcázar que llevara sus productos a palacios, cortes y otras casas de bien de toda Europa…, pero lo hubo. Los cilicios de Tomás Moro eran reclamados desde la campiña cordobesa hasta las frías tierras de Baviera, ¿y cuál fue su secreto?: Aparentemente, la oveja merina.
La oveja merina y su lana, sus ventajas frente a la fibrosa lana de la oveja churra, por eso un día salió de Castilla y buscó dónde podría haber más ovejas merinas, ovejas y además becerros, por eso paró en nuestro pueblo, donde jamás habían visto un negocio similar.
Entre los oficios que existían en nuestro pueblo, además del de tabernero, pastor, picapedrero y artista, de varias y diferentes especialidades, aunque no todas buenas ni legales, existía el mayoritario oficio del “apagado”.
El oficio del “apagado” era un no-oficio que consistía en considerarse descendiente, muchas veces imaginariamente, de algún hidalgo, gallardo o noble cuyo único beneficio, y poco oficio, consistía en recibir alguna escasa renta procedente o derivada de algún estamento público, con la que, a costa de gastar lo mínimo posible para subsistir, podía vivirse, en bastantes casos sin llegar al malvivir.
Ni que decir tiene que el oficio de Tomás Moro desapareció en nuestros días, así como casi desapareció el de picapedrero y el de pastor, pero el de “apagado” se incrementó y se hizo mayoritario, en la forma de “paguillas”: “Apagado”, que recibía su “paguilla”, pero también triste, poco alegre en el gastar, como los bienbautizó algún famoso tabernero, viendo lo poco que gastaban en su tasca.
Encontró Tomás Moro lo que necesitaba un día que fue a La Pizarra a cerrar el trato de una compra de lana tras la esquila. A Pepe, hijo de un pastor trashumante que decidió quedarse en la tierra, no le gustaban las ovejas. Llamó la atención de Tomás Moro que Pepe hablara tan fino, pronunciando todas las eses, jotas y hasta las haches intercaladas. Bueno, eso y que estaba gordo como un ceporro y que era tan blanco como un dulce de leche.
“Peeeeepeeeeeee”, que así había que llamarlo, como cantando, ya que si no, no se daba por aludido, contaba qué había hecho aquel día:
“Para los jabalines, vemos enanchado el posu y vemos hecho un bujero para que se fitre el agua del maniantal”.
Ahí Tomás Moro lo supo, era el hombre que necesitaba.
Y no necesitaba más, pues nunca los hubo iguales ni mejores, llegando hasta a hacerlos de colores, por mucho que pudiera parecer extraño que un instrumento destinado a causar dolor pudiera ser de colores. Tan, tan famosos se hicieron sus cilicios que llegaron, como un artículo más de moda, a la helada San Petersburgo. Tomás Moro sólo necesitaba la imaginación, sus manos de artesano y a alguien como Pepe a su lado.
“Dígamelo, maestro, creo que ya se lo pregunté otro día, pero cómo ve usted el amor para haberse casado con una mujer tan fea, que su mujer es un poco defeso”.
“Vanidad de vanidades”, pensó Tomás Moro, y le dijo a su aprendiz: “La belleza puede llegar a ser un pecado, como predicó Fray Savaranola, existe algo mágico y perverso que envuelve a lo bello o a todo lo que pretende serlo, por eso en esta casa jamás entrará un espejo”.
En el silencio que siguió volaron ángeles, quizás no quedó uno que, directo desde el cielo, no pasara por allí: Daba igual que Pepe no se hubiera enterado de nada, daba igual que tampoco tuviera intención de preguntar, él ya pensaba en otra cosa y por su cabeza volaba “cómo estaría el oraje mañana, escribiría la Luisa con ringlones rectos, los achacales y atuajes del ajuar, el transpense y el tema en eso…”.
Y, sin embargo, se lo dijo a su maestro: “Maestro, hay algo que le quiero decir: Voy a casarme con la Luisa”.
“Tranquilo, no te regalaré un cilicio”, le respondió el maestro.
De nuevo, más ángeles bajaron, pero Pepe estaba decidido a saberlo: “Maestro, ¿estaba usted enamorado de la Salma cuando se casó?”.
En todos los años que el maestro de cilicios Tomás Moro llevaba diseñando, haciendo y vendiendo cilicios, los mejores cilicios que conoció nunca la cristiandad, jamás se había pinchado con una aguja… Hasta aquel momento.
La dura piel cetrina, como cartón mojado que se seca al sol, casi enrojeció, casi sintió un ligero rubor subir por las mejillas, y sin esperar a que más ángeles decidieran venir en su ayuda, le respondió: “No, de hecho, Salma es mi tercera mujer”.
Y ahí Pepe sí que pensó, sí que imaginó cómo podría haber sido la vida de su maestro, de la que no sabía nada, pero tampoco le importaba, mientras le llovían dudas sobre su propia vida y existencia: Cómo sería su vida en una casa de medio solar recortado y achicado en la calle San Pedro, con otra boca más que mantener (y la Luisa era de comer), cómo serían los inviernos a la lumbre antes de dormir, mirándose de reojo y sin abrir la boca, cómo los veranos y la Feria paseando con la Luisa, cómo de guapo si tuvieran un niño… Pero ninguno de los dos, ni maestro ni aprendiz, volvió a decir nada más en toda aquella tarde de primavera.
De la misma forma que las Tríadas Galesas hicieron llegar hasta nuestros días que las tres mujeres del Rey Arturo se llamaron Ginebra, Tomás Moro tuvo tres mujeres que se llamaron Salma, pero ni a Pepe, ni a nadie, ni siquiera a él, le importaba ya aquello.
Detrás de cada historia, otra historia, siempre es igual.
Con el negocio de cilicios viento en popa, el precio de la lana y los becerros cayendo y las necesidades subiendo, el maestro Tomás Moro debía innovar y reinventarse cada temporada, ya que estaba claro que Pepe no aportaría demasiado.
Buscaba inspiración el maestro en los libros y en los momentos: En los libros que le traían por encargo los viajantes que pasaban por el pueblo, en “El Príncipe” de Maquiavelo, en “La Divina Comedia” de Dante, en una versión ampliada del Eclesiastés escrita por Q, en el “Summa de Arithmetica” de Pacioli, que hablaba de las proporciones y la armonía, de cómo todo lo bello era matemáticamente perfecto, cómo todo lo que hacía vibrar nuestros sentidos estaba impregnado de una simetría que obnubilaba nuestros ojos o llenaba nuestros oídos y manos. Aun así, no era aquella belleza lo que Tomás Moro buscaba en aquellos libros: También el dolor más penoso puede ser armonioso.
Y, además de en los libros, la inspiración también estaba en los momentos, en los paseos a Las Monjas cada mañana, en un atardecer desde San Antón o en el olor a tomillo y tila sentado en La Pizarra, mirando al Zújar correr, y casi podía decirse que encontró gran parte de la inspiración que buscaba para los diseños del próximo año en la boda de Pepe.
El día de la boda amaneció gris de mal agüero y, a pesar de ser un día de tardía primavera, el sol tardó en salir. La tarde de la boda anocheció antes, como si las nubes hubieran decidido que ya era hora para la noche y el momento de la boda. Pero éste tardó: La Luisa en capilla, los invitados sentados en los bancos y Pepe que no aparecía. Se consumieron las velas encendidas y hubo que reponerlas, las flores ya empezaban a perder su olor y las estrellas ya lucían más que el sol.
“Vámonos,” dijeron a Tomás Moro, “no hay boda”.
Y por una extraña razón, al maestro de cilicios se le ocurrió: “Esperen media hora, que no se vaya nadie”.
En la ladera del pequeño cerro que mira hacia el Castillo, en el camino que lleva hacia la Cueva de la Mora, detrás de donde, años después, Palomo tendría el corralón y Dámaso encerraría los coches, Tomás Moro encontró a Pepe.
“Ya sé que no la quieres,” dijo Tomás Moro a Pepe, “que te gustaría encontrar un mirlo blanco, que la Luisa te dijera palabras de amor y que fuera más guapa, que os ayudara en la matanza y que fuera una muchachita buena, pero Pepe, el mundo no es perfecto y jamás dejarás de estar solo, así naces, así vives, jamás dejarás de estarlo, así que levántate y ya estás corriendo para la iglesia”.
Por primera vez desde que Tomás Moro tomó a Pepe como aprendiz, no tuvo la más mínima duda de que Pepe había entendido lo que le había dicho, lo cual tenía su mérito después de tantos años.
Tantos años y el tiempo pasa y no vuelve, pasan las lunas de verano, pasa el olor a lilas, a resina fresca de pino y a cera, parece que el frío de las noches de invierno consume y quema nuestras carnes, que morimos de frío y no hay marcha atrás, y, sin embargo, llega la primavera con sus flores, los pájaros vuelven a cantar, todo parece repetirse, año tras año, pero no es verdad, no somos ni seremos los mismos, no es igual esta tarde de verano que la del año pasado, por mucho que volvamos a sentarnos en la puerta a tomar el fresco, a mirar las Lágrimas de San Lorenzo o volver a escuchar el ulular de la lechuza blanca (para ella sí que no pasa el tiempo) al surcar el cielo de esta noche de verano. Tomás Moro lo sabía, puede que Pepe no, ni la Luisa, pero Salma sí.
“Si Dios quiere, al próximo año estaremos aquí”, le dijo Salma a Tomás Moro.
Pero no fue. No fueron iguales las ventas de cilicios, no fueron iguales los soles de invierno, los tambores roncos y las voces de Ánimas, que sonaron huecas y vacías, incluso Pepe parecía haberse vuelto listo:
“Maestro, veo a la Salma más delgada todavía”.
“De donde irá, nadie ha vuelto”.
Y Pepe lo supo.
¿Cuántos años habían pasado desde que enfilaron hacia la Plaza en una carreta vieja y con una gata romana asomando la cabeza por entre las maderas rotas? ¿Cuántas vidas quedaron atrás, en la sombra, en bosques perdidos? Fueron muchos, muchos cilicios, muchas noches en vela de cejas y pestañas quemadas, sobre un libro en el que encontrar la inspiración necesaria para crear dolor, no sólo en los sentidos, sino en el alma… Y es que éste, y no solo la lana de oveja merina, era el secreto del éxito de los cilicios de Tomás Moro.
Fueron muchos años de trabajo y duro regateo con los comerciantes que llevarían sus productos hasta cerca de los confines de Europa, muchos, muchas las horas, los días y años pasados al lado de Salma, su tercera mujer de igual nombre, y ahora Salma se moría.
¿A dónde irían ahora los escasos besos, las pocas caricias pero de trato correcto, qué haría ahora, a quién miraría cada noche antes de dormir, qué verían sus ojos antes de entrar en el lejano mundo de los sueños, qué rozaría su fría piel bajo las frías sábanas de algodón blanco, a quién escucharía respirar en el silencio de la noche, qué vería al despertar cada mañana, qué haría ahora, qué haría?
“Un día sales de casa a comprar la lana del rebaño de un pastor de La Ochava, contento porque el sol brilla más de lo normal para esta época del año, porque ha llegado un nuevo pedido desde Roma, porque Pepe parece feliz, porque Salma ha salido a pasear por la calle y, cuando vuelves a casa por la noche, tu casa está llena de gente, nadie te habla, nadie te mira y, lo que es peor, nadie quiere darte la noticia… Pero no hace falta, no es necesario, ya lo sabes”.
Contó Plutarco que la antigua Esparta sólo los guerreros muertos en batalla y las mujeres muertas durante el parto tenían derecho a llevar su nombre en la tumba: Un parto como una batalla, el dolor del parto como una lucha.
Enterraron a Salma en un apartado del camposanto: A Tomás Moro le costó hacer entender al enterrador que la orientación de las líneas de tumbas apuntaba hacia el Castillo, y que él quería que enterraran a Salma mirando hacia la iglesia de El Marrubial.
“Maestro, ¿algo más?”.
Y en la tumba todavía se puede leer el nombre de Salma.

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Los hechos reales como la vida misma.
El personaje de Pepe, aunque pudiera parecer el más real, es el único imaginario.

Julio de 2012
MIGUEL ÁNGEL ORUGO PAREDES



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MARUJA REVALIENTE.

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